(Alejandro III) Rey de Macedonia (Pella, Macedonia, 356 - Babilonia, 323 a. C.). Sucedió muy joven a su padre, Filipo II, asesinado en el 336 a. C. Éste le había preparado para reinar, proporcionándole una experiencia militar y encomendando a Aristóteles su formación intelectual.
Alejandro Magno dedicó los primeros años de su reinado a imponer su autoridad sobre los pueblos sometidos a Macedonia, que habían aprovechado la muerte de Filipo para rebelarse. Y enseguida -en el 334- lanzó a su ejército contra el poderoso y extenso Imperio Persa, continuando así la empresa que su padre había iniciado poco antes de morir: una guerra de venganza de los griegos -bajo el liderazgo de Macedonia- contra los persas.
Alejandro III de Macedonia, llamado Magno (el Grande), fue venerado por los suyos, por sus enemigos y por los romanos que siglos más tarde estudiaron con asombro sus hazañas.
Alejandro encarna la estética del conquistador total, y una idea: la de la conquista por la conquista, del ir donde nadie ha llegado aún, de ser el primero adelantándose a todos los demás y de ir más lejos que nadie. Muerto en plena gloria, cuando era el amo del mundo y tenía aún toda la vida por delante, su leyenda creció hasta cubrir sus propias hazañas alimentando un fuego que ha devorado la imaginación de millones de hombres a lo largo de miles de años.
Ésta es su historia. La historia del ciclo de campañas más espectacular de toda la Historia. La historia del hombre que las llevó a cabo y cuya vida fue aún más asombrosa que su propia obra.
LA BATALLA QUE CAMBIARIA EL MUNDO
En noviembre del 333 aC, el hombre más poderoso del mundo, señor de la Media y de Persia, Faraón de Egipto, amo de Tracia, Jonia, Paflagonia, Misia, Licia, Caria, Frigia, Cilicia, Fenicia, Irán, Palestina, señor de las tierras. El amo de Asia, huía de un muchachuelo bárbaro a quien -según se dijo- le había mandado un látigo para castigar la incapacidad de sus guerreros, y una pelota para que jugara con ella en sus ratos de ocio.
El favorito de Ahura Mazda y Mitra, el invencible, después de la batalla de Issos llegaba cubierto de polvo y vergüenza, recibido por sus aterrados cortesanos, quienes apenas podían creer que el predilecto del dios de la verdad hubiera sido derrotado. Los persas y sus pueblos esclavizados, una raza de conquistadores que había forjado el mayor imperio que el mundo hubiera conocido hasta entonces, habían sido vencidos por una partida de salvajes hijos de nadie
Para empeorar la situación, la familia real formaba parte del botín del invasor. Así como toda la franja mediterránea del imperio. La situación era preocupante. Y como si lo anterior fuera poco, el rey bárbaro invasor se negó a negociar un statu quo. ¿Qué más quería, si había obtenido tanto poder como jamás occidental alguno había logrado? ¿A cuento de qué tentaba la fortuna de esa manera? ¿Sería en serio la anunciada venganza de su padre?
En medio de profundos suspiros, el Gran Rey de Persia ordenó a sus miríadas de súbditos que aún le quedaban, que volvieran a aportar innumerables contingentes, para organizar otro ejército y continuar con la guerra, castigar la insolencia del muchachuelo, embriagado por las zalamerías de los egipcios y demás pueblos traidores, y reconquistar los dominios recientemente perdidos.
Como quiera que el ejército macedonio se hubiera detenido en Fenicia y luego en Egipto, Darío tuvo todo el tiempo del mundo para reorganizar su nuevo ejército, mucho más numeroso que el desplegado en Issos. Es decir, que por segunda vez este monarca reuniría la hueste más gigantesca del mundo.
En el entretanto, el soberano macedonio se dedicó a adelantar la construcción de Alejandría. Posteriormente, la alianza helénica, luego de celebrar las victorias recientemente obtenidas, dejó atrás a los hospitalarios egipcios (según Droysen, Alejandro destacó una guarnición de cuatro mil hombres en Egipto, y liberó los prisioneros atenienses capturados en la victoria del Gránico) y se adentró en Asia, pues finalmente su retaguardia estaba asegurada, y podía ahora ajustar cuentas con Darío de una vez por todas. Era gigantesca la deuda de honor que los macedonios tenían con el alma de Filipo.
El ejército macedonio marchó por Palestina, en donde afrontó una revuelta de samaritanos, quienes quemaron vivo al sátrapa (gobernador) macedonio. Alejandro ejecutó a los cabecillas de aquel acto de traición. En julio del 331 aC, los griegos se internaron en Mesopotamia, dispuestos a enfrentarse nuevamente con Darío. La batalla decisiva se aproximaba.
Al llegar al Éufrates, el sátrapa persa Mazaios esperaba a Alejandro. Según Droysen, Mazaios estaba al frente de 10 mil hombres, y en ese entonces, Alejandro contaba con 40 mil infantes y 7 mil jinetes. La finalidad era hostigar la marcha de los soldados macedonios, y obligarles a agotar sus provisiones. El Estado Mayor persa esperaba que Alejandro siguiera la misma ruta que el Éufrates, ya que lo más conveniente para un ejército es marchar y acampar al pie del curso de un río.
Pero contrario a lo esperado por los generales persas, los macedonios no se adentraron en Asia apenas cruzaron el Éufrates. Como Mazaios había quemado las provisiones de esa región, con la finalidad de debilitar a los soldados macedonios por el hambre (de manera similar a como los rusos hicieron con las tropas de Napoleón) el sátrapa persa fue víctima de su propio invento, pues para que sus propias tropas no perecieran de inanición, se vio obligado a seguir el curso del Éufrates, es decir hacia el sureste.
Por el contrario, el ejército macedonio se dirigió al noreste, en una genial maniobra que neutralizó la estrategia de tierra quemada adelantada por Mazaios y la vanguardia persa. Al mismo tiempo, Alejandro proporcionó a su ejército la conquista de un territorio que le suministraría abundantes provisiones, y evitó el intenso calor que implicaba recorrer la ruta esperada por los persas. Este tipo de contramaniobras estratégicas, fueron las que merecieron a Alejandro el sitial de honor entre los más grandes capitanes de la historia.
Los persas quedaron completamente desconcertados. Con la intención de debilitar al ejército macedonio, habían arrasado con todas las provisiones de la rivera del Éufrates, una decisión dura y dolorosa, que finalmente habían adoptado los generales de Darío, escarmentados por las brillantes victorias de Alejandro.
Y ahora que pensaban que este sacrificio tan triste sería compensado por el hambre que esperaban causarle a los soldados del Magno, veían en cambio cómo le perdían la pista al ejército macedonio, el cual tomó la ruta menos esperada. Cuánto debieron lamentar haber despreciado el genio de Alejandro al principio de la campaña.
Pero lo peor de todo, era verificar que la dolorosa estrategia de tierra quemada había sido en vano. Lo único para lo cual sirvió, fue para que el ejército invasor desapareciera como un fantasma.
Cuando Mazaios le informó a Darío que tanto Alejandro como su ejército se habían desvanecido, evadiendo así la trampa preparada por los persas, el colosal ejército del imperio ocupó la orilla del Tigris. Fue una medida sensata.
Pero Alejandro ya había previsto esta maniobra, y se le anticipó a su enemigo. El Magno había capturado a unos soldados persas, y así averiguó los planes del Estado Mayor de Darío. En consecuencia, el monarca macedonio se dirigió al punto del río Tigris menos protegido por las huestes imperiales. De esa manera Alejandro estaba “más arriba de lo que Darío había presumido”, dice Hammond. Esta es una de las numerosísimas ventajas de una superior movilidad sobre el enemigo. El ejército macedonio merece todo el reconocimiento por la velocidad de sus desplazamientos, sólo comparable a la de las legiones romanas.
Todo este “ballet” de estrategia y contra estrategia entre macedonios y persas hizo que llegara septiembre del año 331 aC sin que los dos ejércitos se avistasen.
Desde el último encuentro entre Alejandro y Darío, habían transcurrido dos años, en los cuales el imperio persa había logrado conformar su nuevo ejército. Mucho había reflexionado su monarca sobre lo acontecido en Issos, y aprendida finalmente la lección, no estaba dispuesto a concederle a Alejandro la menor oportunidad, en ningún aspecto. Para ese entonces, sus principales asesores eran Bessos, pariente de Darío y gobernante de la Satrapía más poderosa del imperio, y el gran Nabarzanes, quien estuvo a punto de vencer a Parmenión en Issos, hasta que el propio Alejandro culminó en persona la victoria de la alianza helénica.
Darío y sus generales habían entendido finalmente que la siguiente batalla debería efectuarse en territorio llano y despejado, sin montañas ni ríos que estorbaran la maniobra envolvente de las superiores huestes asiáticas sobre el minúsculo destacamento macedonio que se atrevía a autocalificarse de ejército. Alejandro ya no contaba con la ventaja de ser menospreciado por su enemigo, y se enfrentaría a un ejército mucho más poderoso que los derrotados hasta entonces, y al mando de un Estado Mayor escarmentado, renuente a aceptar batalla en terreno escogido por el invasor, a semejanza de lo que afrontó Aníbal en Cannas.
Así mismo, Nabarzanes y demás verdaderos generales de las fuerzas persas eran comandantes competentes. En esta ocasión nada se iba a dejar al azar, y se emplearía todo el potencial bélico del imperio. De esta manera, no sólo se alinearon numerosas huestes de infantes, sino igualmente la formidable caballería asiática, tanto acorazada como ligera. Los mercenarios griegos al servicio de los persas seguían siendo numerosos. Como si lo anterior fuera poco, en vanguardia de la infantería se alinearían los famosos y temibles carros falcados asirios, los tanques de guerra de la antigüedad, el instrumento que había determinado la superioridad bélica en Asia desde el alba de la civilización misma. Cualquiera que se haya visto Ben – Hur o Gladiador podrá imaginarse el poder devastador que una carga de semejantes artefactos podría hacer contra las líneas enemigas. Como si la masa de tales máquinas no bastara para destripar al enemigo, las ruedas de los carros tenían gigantescas cuchillas, tan afiladas como una navaja de afeitar. El hoplita o jinete que se atreviera contra tales inventos demoníacos, quedaría como la maleza luego del paso de la segadora.
Para dar mayor efectividad a la capacidad destructiva de los carros falcados, el terreno en donde se estacionó el ejército persa fue aplanado debidamente, quedando así como una pista de carreras. Que los macedonios entrechocaran sus lanzas contra sus escudos todo lo que quisieran, que luego serían las cuchillas de los carros las que les producirían otro tipo de grito de guerra: el aullido de terror, la agonía del desmembramiento en vida. El soldado helénico que no fuera destripado por los carros, sería envuelto por la innumerable caballería imperial.
El terreno sobre el cual fueron desplegadas las infinitas hordas asiáticas se llamaba Gaugamela. El terreno era total y absolutamente propicio a los persas. Ya estaba bien de jueguitos y trucos macedonios. De la táctica de ruptura, fallidamente intentada por Timondas en Issos, se pasaría a la típica maniobra de envolvimiento, tan antigua como la humanidad misma, absolutamente garantizada cuando se cuenta con superioridad material y numérica.
Bueno, al menos dicha garantía existía hasta el día en que se libró la batalla de Gaugamela. Es lógico que si tres individuos combaten contra uno solo, resulte inevitable que los dos que se encuentran en los extremos opten por atacar al guerrero solitario por sus costados. El sistema táctico ideado por Epaminondas y explicado en esta web, concentraba el empuje del ejército en el flanco (extremo) de la formación enemiga, desarticulando así la maniobra envolvente. Es como si el guerrero solitario, con la velocidad del rayo derrotara primero al soldado enemigo que se encuentre en uno de los extremos (derecho en el caso de los espartanos contra los tebanos), y así provocara el pánico en los otros dos, quienes terminarían huyendo despavoridos, garantizando así la victoria al combatiente solitario.
El esquema es sencillamente genial, y cualquier elogio se quedará corto a la hora de hacer los debidos honores a Epaminondas, uno de los más grandes generales de todos los tiempos. Pero ni el más veloz de los guerreros podría derrotar con esta táctica a digamos seis o siete individuos. Tal vez se logre lastimar a uno o dos adversarios, pero finalmente los cinco restantes terminarían envolviendo al valiente pero solitario soldado. En Issos, la ventaja para el bando numéricamente superior se neutralizó con el terreno. Es como si el guerrero del ejemplo se hubiera ubicado en una puerta estrecha que le hubiera protegido los costados, impidiendo así que sus adversarios lo atacaran por la espalda, pudiendo de esta manera combatirlos de uno en uno. Pero en Gaugamela no había ninguna puerta, ninguna pared que impidiera que los siete espadachines atacaran al tiempo al solitario hoplita, de frente y por la espalda. ¿Cuáles serán las posibilidades de un león contra siete hienas? ¿De un búfalo contra siete leones?
Tal era el problema táctico al que se enfrentaba Alejandro. Y como si las circunstancias no fueran lo suficientemente dramáticas de por sí, aconteció un portento que hizo que el ejército macedonio fuera presa del terror. Unos días antes de que los dos ejércitos se enfrentaran, ocurrió un eclipse. El símbolo de los macedonios era el sol. El de los persas, la luna. Y el 20 de septiembre del 331 aC, los macedonios contemplaron cómo la luna devoraba al sol.
Frente a este fenómeno, el historiador de Asia Harold Lamb anota:
“La luna se oscureció en un eclipse total, indicio seguro de una crisis próxima. Los fenicios que había entre los ingenieros decían que el oscurecimiento de la luna pronosticaba la proximidad de la Diosa del Averno, a la cual también se la llamaba Astarté, que tenía gran poder sobre el territorio de los Dos Ríos. Esta diosa tenía a su servicio las bestias de los tres mundos: el cielo, la tierra y el averno. Por lo tanto, podía surgir montada sobre un dragón, un león o una gran serpiente. De cualquier manera su advenimiento era presagio de desgracia…”
¿Qué necesidad había de un adivino que revelara el verdadero sentido de aquel prodigio que para un soldado raso, inexperto en materia de astronomía jamás había acontecido en la historia del mundo? ¿Qué duda le cabría sobre el superior poder de los dioses persas sobre los griegos? ¿Cuándo Zeus había logrado un milagro semejante? Para nosotros, habitantes del siglo XXI, un portento de este estilo se puede ver antes de que se aprenda a hablar. Pero en una época en que se creía que un temblor de tierra era la manifestación de determinado dios, un eclipse que devoraba al astro tutelar de la propia patria era la prueba de que se estaba condenado a la derrota. El pánico que se apoderó del ejército macedonio el día-noche del eclipse de ese trascendental año hace que el relativamente reciente terremoto de Lisboa (acontecido en el siglo XVIII) parezca una mera erosión, en lo que a su significación divina se refiere.
Frente a los sentimientos que reinaban en el ejército de Alejandro poco antes del choque definitivo, Lamb manifiesta:
“El miedo que los macedonios habían tenido durante las marchas creció aquel día, y aumentó a la noche, cuando frente a ellos vieron una larga línea de antorchas y hogueras, que indicaban claramente la potencia del enemigo… Alejandro sintió el miedo en torno suyo, como una presión tangible que, procedente de la oscuridad, invadía el espíritu de sus hombres. Pero él no daba muestra alguna de inquietud. Mientras sus oficiales discutían acerca de lo que sucedería al día siguiente, Alejandro dio media vuelta, penetró en su tienda, y se acostó.”
Al parecer, Lamb sigue principalmente el relato de Curcio, demasiado crédulo de las habladurías y anécdotas recogidas por los antiguos. La historiografía contemporánea da más credibilidad a la obra de Arriano. Según este autor, el líder de los griegos hizo algo más que dormir tranquilamente para neutralizar la obra de los astros. Con la más serena de sus sonrisas, el alumno de Aristóteles ofreció libaciones a Selene, el nombre griego de la diosa lunar, y al resto de dioses pertinentes como Gaia (Tierra). Los diferentes adivinos del ejército intervinieron, especialmente Aristandro, y se efectuaron los imprescindibles ritos que propiciaran el favor de los dioses hacia la causa helénica. Alejandro detuvo su ritmo de avance, y hasta que no verificó que sus amedrentados soldados recuperaron la confianza de siempre, no presionó el choque decisivo contra los persas. Finalmente, Aristandro interpretó el presagio explicando que el significado del portento consistía en el anuncio de la futura derrota definitiva de los persas.
Recordar las recientes hazañas, y los prodigios acontecidos fue trascendental para recuperar la moral de victoria. El papel que desempeñó la peregrinación a Siwah, al oráculo de Amón, fue decisivo. Definitivamente, la lógica permite la confusión entre predicción y profecía. Alejandro debió bendecir una y otra vez las lecciones aprovechadas en Mieza. La guerra es algo más que el entrechocar de los ejércitos. La victoria es el arte de reducir a su mínima expresión las probabilidades de derrota.
Una vez resuelto el problema de la moral de los soldados macedonios, quedaba otro dilema a resolver: ¿Cómo evitar el envolvimiento de un enemigo superior en número, y con caballería de primer orden, en terreno descubierto y llano? Según Lamb, el ejército macedonio contaba en Gaugamela con 35.000 efectivos, y “Alejandro tenía que enfrentarse, en campo abierto, con una caballería muy superior a la suya”.
La solución fue genial, mucho más que genial, y como J. I. Lago lo anotó en su capítulo dedicado a Gaugamela, tanto Aníbal como César tomaron debida nota para sus futuras gestas.
Como siempre, Alejandro convirtió la principal ventaja de su enemigo en su peor desgracia. En el caso de Gaugamela, la grandeza filosófico-táctica del Magno se manifestó así:
Cuando el terror de la fuerza macedonia se hubo disipado, Alejandro volvió a capturar otros soldados persas, y se enteró que el ejército imperial, finalmente escarmentado por Gránico e Issos, había acampado en un terreno favorable para las inmensas huestes asiáticas, y que por ningún motivo aceptaría cualquier tipo de provocación del Magno, ni abandonarían la inmensa llanura de Gaugamela.
Entendiendo que esta vez los persas no repetirían el error de Issos, Alejandro optó por librar batalla en el terreno escogido por su enemigo. Para impedir que el intenso calor hiciera mella en los soldados europeos, el Magno dispuso que el ejército marchara por la noche. El recorrido se ejecutó con tal precisión y agilidad, que al amanecer, los dos ejércitos se encontraban a cinco kilómetros de distancia.
La mayoría de los comandantes del ejército macedonio eran partidarios de entablar combate inmediatamente. Sin embargo, en esta ocasión -contrario a lo acostumbrado- prevaleció el consejo de Parmenión, y primero se efectuó un reconocimiento del enemigo. Alejandro siempre se decantó por la propuesta más conveniente, proviniere de quien fuere. No fue mediante el egocentrismo como el Magno realizó sus hazañas. Este tipo de hechos desvirtúan los cargos de megalomanía que hacen los detractores del macedonio. Alejandro no sólo atendía las mejores propuestas, sino que consignaba en su diario oficial el autor de los mejores consejos, respetuoso siempre del mérito de sus subalternos.
Una buena razón para que el Magno hubiese seguido la propuesta de Parmenión, es que el Estado Mayor del Imperio, para asegurar totalmente la victoria del Gran Rey, mantuvo las operaciones de infiltración en el bando griego. Como los persas contaban con espías en el ejército de Alejandro, el Magno indicó que pensaba desplegar un ataque nocturno. Cuando los agentes persas informaron a sus generales, éstos dispusieron que el ejército imperial esperara el ataque en orden de batalla durante toda la noche. Consciente de lo anterior, Alejandro concedió a sus hombres unas buenas horas de sueño, mientras que los soldados persas se desvelaban ante el esperado asalto nocturno. Es interesante verificar cómo en determinado momento contar con el mejor servicio de espionaje puede redundar en perjuicio propio cuando se enfrenta a un adversario verdaderamente genial
Una vez que se ejecutó el reconocimiento aconsejado por Parmenión, Alejandro se reunió con sus generales, y aparte de arengarlos, les recordó la importancia de obedecer las órdenes precisa e instantáneamente, con la mayor disciplina, y lo más importante de todo, en completo silencio. El Magno no podía dirigirse a sus soldados directamente, por cuanto su ejército, a semejanza del de Aníbal, era una verdadera torre de Babel, toda una amalgama de pueblos -tanto europeos como asiáticos- en donde sólo unas pocas palabras griegas se entendían. Si hemos de creer en las anécdotas que cuentan las fuentes clásicas, cuando Alejandro se dirigía directamente a los agrianos y demás contingentes bárbaros, el general macedonio se limitaba a señalar al enemigo, y pronunciar la palabra “matar”.
El ejército macedonio durmió en formación de combate. Al mediodía, Alejandro marchó al encuentro de Darío. Era el 1° de Octubre del 331 aC. Hammond dice de esta batalla:
“Darío esperaba que Alejandro haría un ataque frontal con una línea paralela a la suya, como en Iso; que los carros de guerra dispersarían a la falange de infantería; y que la superioridad numérica de su caballería no sólo rebasaría el flanco de la línea más corta de Alejandro, sino que avanzaría a través de las brechas creadas por los carros guadañados. Era un buen plan, pero sólo si Alejandro efectuaba su ataque de acuerdo con las expectativas de Darío.”
Los generales de Darío esperaban que el despliegue táctico del ejército macedonio fuera exactamente igual que el de Issos. Por esto, consideraron que los carros neutralizarían el choque entre ambos ejércitos, mientras que la aplastante superioridad numérica garantizaría el envolvimiento. El biógrafo del general macedonio, Paul Faure, narra: “En la mañana del primero de octubre, tras las oraciones, los votos y los sacrificios rituales a Zeus y a Atenea Niké, diosa de las victorias, con los toques de clarín y los gritos de combate, la tropa ve desfilar el escuadrón real con pellizas rojas, tras el rey, reconocible por su triple penacho de plumas blancas y crines, y tras él a Clitos el Negro.”
Al principio Alejandro se comportó tal y como lo esperaban los persas. Primero se dirigió a los griegos y macedonios, con quienes podía hablar sin necesidad de intérpretes, y poco antes del primer choque entre los ejércitos alineados, el rey macedonio, a lomos de Bucéfalo en un ademán francamente teatral, dirigió una estentórea plegaria a Zeus, en donde le rogó que al ser Alejandro su hijo, garantizara la victoria para los griegos. Los soldados que pudieron entenderle quedaron profundamente impresionados. De manera que los rumores que circulaban desde la conquista de Egipto eran ciertos. De este modo, los macedonios y griegos, en vez de amedrentarse por la aplastante superioridad numérica del enemigo, se sintieron reconfortados y seguros de la victoria. ¿Qué tenían que temer, si los dioses estaban con ellos? En ocasiones, las fanfarronadas aportan su grano de arena a la consecución de la victoria. Alejandro lo sabía perfectamente. De ahí la conducta desplegada en Egipto.
A medida que el ejército macedonio se dirigía hacia las inmensas huestes del Imperio, iba desplegando sus alas, adoptando la típica formación oblicua concebida por Epaminondas. Una vez que se consolidó la línea en diagonal del ejército del Magno, para angustia de los persas, ésta se desplazó desproporcionadamente hacia su derecha. Esto implicaba que la alianza helénica estaba eludiendo la pista acondicionada para los carros falcados. Con una simple maniobra, Alejandro estaba neutralizando jornadas enteras de preparación del ejército persa. Con una orden, el macedonio estaba desarticulando hábiles maniobras de estrategia y táctica desplegada durante meses por el Estado Mayor del imperio.
Pero los persas no se iban a rendir tan fácilmente. Darío, asesorado por sus generales, al ver que los soldados macedonios se desviaban de las pistas preparadas para los carros, ordenó a los bactrianos y escitas una furiosa carga de la formidable caballería asiática contra el flanco derecho del ejército macedonio, para impedir así que esquivara la acometida de los carros, y neutralizar de esta manera la genial medida táctica del macedonio. Lamentablemente para el desdichado Darío, Alejandro esperaba esta maniobra.
Como el Magno era tan previsor como una madre de familia, ya había establecido la manera de afrontar la maniobra persa de caballería. El alumno de Aristóteles ordenó a los caballeros de su derecha que contraatacaran en sucesivas oleadas en formación de cuña. Los persas acometieron con sus carros falcados antes de que la infantería macedonia eludiera por completo las pistas acondicionadas. Como si las anteriores maniobras no fueran suficientes para demostrar el genio táctico del gran macedonio, Alejandro impartió las mismas instrucciones que había dado en Europa, al momento de enfrentarse contra Sirmio y los Tribalos, durante su campaña en Tracia: la falange macedonia alineó sus tropas en columnas, para que los carros pasaran entre la infantería sin hacerle daño. Así las cosas, el hábil contraataque persa quedó inutilizado por la experiencia táctica de Alejandro, adquirida desde sus campañas en Europa. Ni la más afilada de las espadas puede rasgar el aire. De manera análoga a como Escipión inutilizó la carga de los elefantes de Aníbal en Zama, y con la efectividad de César al neutralizar los carros de Farnaces en el Ponto, el macedonio -siendo el primero en el tiempo- derrotó a los temibles carros falcados asiáticos mediante la creación de una maniobra táctica que recuerda el toreo al alimón.
Las anteriores maniobras se efectuaron al tiempo que los lanzadores de jabalinas atravesaban aurigas y caballos, en medio de una infernal gritería que logró espantar a los corceles persas, eliminando así la contundencia del ataque de los carros falcados. La primera parte del plan táctico del Estado Mayor persa había sido desarticulada.
Para ese entonces, los ejércitos ya habían chocado en regla, y el mayor peso de la batalla estaba en el ala izquierda de los persas, en donde la caballería macedonia estaba rechazando a los bactrianos y escitas. El Estado Mayor persa envió un fuerte contingente de caballería para envolver el ala derecha macedonia. Era justo lo que Alejandro quería. Al concentrar el ataque en el extremo de la izquierda, los persas debilitaron su centro-izquierda; el Magno, al frente de su reserva, la élite de su infantería (hipaspistas) y caballería (hetairoi), encabezó un furibundo ataque, precisamente sobre el centro izquierda de los persas, en donde los hipaspistas crearon una brecha lo suficientemente grande como para que los hetarios se infiltraran y atacaran al mismo Darío.
El señor del imperio, comprendiendo que sus generales habían mordido un anzuelo diferente al de Issos, pero igualmente nefasto, fue presa del terror y huyó. Con todo, la batalla no estaba decidida. El ala izquierda del ejército macedonio era víctima de una presión insoportable por parte de la caballería del ala derecha persa. El peso del feroz ataque de los formidables jinetes persas logró crear una brecha en el centro-izquierda del Magno. Es decir, que en el preciso momento en que Alejandro penetraba en el centro-izquierda persa, acontecía exactamente lo mismo en el centro-izquierda macedonio.
La partida estaba en tablas. Cualquier cosa podía pasar.
Pero justo en el momento en que la caballería persa iba a girar y atacar el flanco macedonio, se estrellaron contra el inmenso genio táctico de Alejandro.
El Magno había formado detrás de la falange principal una segunda falange, la cual daría la vuelta y cubriría la espalda de la primera falange si la caballería persa atacaba la retaguardia. El rey macedonio había previsto que la caballería griega del ala izquierda fuera desbordada.
Los jinetes persas -creyéndose vencedores- debieron sentir lo mismo que la caballería pompeyana en Farsalia, cuando al momento de entender que habían envuelto al enemigo, se estrellaron contra un implacable muro de infantería. Con todo, la situación de ala izquierda macedonia -bajo el mando de Parmenión- era comprometida. La superioridad numérica persa era aplastante y la disciplina de los hombres de Parmenión estaba sometida a una dura prueba. Muchos jinetes persas optaron por atacar el campamento macedonio.
En esa etapa de la batalla, Alejandro optó por implementar una medida análoga a la de Issos, y se abstuvo de perseguir inmediatamente a Darío, prefiriendo ir en apoyo de Parmenión, quien desesperadamente pedía ayuda a Alejandro. Pero las previsiones tácticas del Magno fueron tan geniales, que cuando tomó contacto con el ala izquierda macedonia, los jinetes persas iniciaban la fuga. Ahora era el grueso del ejército imperial el que huía derrotado.
De manera análoga a Issos, en cuanto el ejército persa fue vencido, Alejandro inició una tenaz persecución contra Darío. Fue una verdadera cabalgata de la muerte. Fallecieron cien hombres, y según Hammond mil caballos, cifra concordante con los registros de Faure. Sólo la noche detuvo la implacable persecución. Alejandro y los jinetes que pudieron soportarle el ritmo de marcha llegaron a Arbelas, lo que indica que el rey guerrero macedonio y sus centauros recorrieron la impresionante cifra de ciento diez kilómetros, y después de librar una de las batallas más formidables de toda la historia. La hazaña física lograda por el Magno al perseguir a Darío es tan impresionante como el genio táctico exhibido por el alumno de Aristóteles. En Gaugamela sólo cayeron 60 jinetes macedonios, y máximo 500 hombres. Es importante resaltar que cayeron más jinetes durante la persecución posterior a la victoria, que en la misma Gaugamela.
Esta batalla, tan crucial en la historia del mundo, es en verdad compleja en su ejecución, tanto por la habilidad del Estado Mayor persa a la hora de planearla y ejecutarla, como por el superior genio de Alejandro, al momento de neutralizar las maniobras persas, y conseguir finalmente la iniciativa en las operaciones de aquella fecha trascendental. Sin embargo, la erudición de Mary Renault junto con su genio literario, ha logrado un maravilloso resumen de Gaugamela en la novela “El Muchacho Persa”, tan vibrante como ilustrador. Tal es el siguiente:
“Resumiendo, nuestros hombres (persas) iniciaron la batalla agotados por haber permanecido en vela toda la noche dado que el rey (Darío) esperaba un ataque por sorpresa. Imaginándolo así, Alejandro había concedido a sus hombres un buen reposo nocturno y, al terminar el plan de la batalla, también se fue a dormir. Durmió como un tronco y al amanecer tuvieron que sacudirlo para que se despertara. Les dijo que ello se debía a que estaba sereno.
Puesto que Darío encabezaba el centro y Alejandro la derecha, se esperaba que éste se dirigiera hacia el centro al atacar. Pero, en su lugar, dio un rodeo para flanquear nuestra izquierda (persa). El rey (Darío) envió tropas para impedirlo, pero Alejandro fue atrayendo progresivamente a nuestros hombres hacia la izquierda provocando así el adelgazamiento de nuestro centro. Después formó el escuadrón real, se puso a la cabeza del mismo, inició un ensordecedor grito de guerra y se lanzó como un trueno en dirección al rey.”
Las impresionantes victorias del Magno, más que un exclusivo favor de la diosa fortuna, son incomprensibles sin tener en cuenta la fe de Alejandro en la posibilidad de hacer realidad sus sueños. Justino manifiesta que “no se sabe si es más digno de admiración que con tan pequeno ejército sometiera todo el mundo o que se atreviera a atacarlo” Carl Grimberg, Autor de “Världhistoria, folkens liv ouch kultur” (Título traducido en Hispanoamérica como “Historia Universal Daimon”), en el tomo dedicado a Grecia dice de Alejandro el Grande:
“Alejandro creía en su estrella y cuando esta fe va acompañada de inteligencia y cualidades excepcionales, no se tiene miedo a nada en el mundo. La empresa inverosímil que acometió Alejandro con un puñado de helenos sería incomprensible sin esta confianza en sí mismo y en su triunfo.”
RECOMENDACION:
Lectura obligada de la vida de Alejandro Magno. Escrito por VALERIO MASSIMO MANFREDI. Trata de la vida de Alejandro Magno, desde que nace hasta su muerte (muy temprana a los 33 años). En ése período de tiempo el libro relata su enseñanza junto al mismísimo Aristóteles hasta la conquista de Persia pasando por Egipto y algunas batallas memorables que realizó contra los persas. Por último en éste párrafo voy a añadir que Valerio Massimo Manfredi (el autor del libro) dice que su contenido está sacado de apuntes de un soldado de la cuadrilla de Alejandro (Ptolomeo) y amigo suyo desde la infancia, por lo tanto vais a tener información de primerísima mano.
La Pelicula ALEJANDRO MAGNO.
La película está basada en la vida de Alejandro Magno, rey de Macedonia. Muestra algunos momentos clave de su juventud, y su invasión del poderoso Imperio persa, hasta su trágica y misteriosa muerte. Destaca sobre todo la turbulenta relación que éste tuvo con su padre Filipo II y su madre Olimpia, la conquista del Imperio persa en el 331 a. C. tras la Batalla de Gaugamela, así como sus planes de renovar los nuevos territorios conquistados, para después intentar alcanzar el confín del mundo.
La película comienza con la muerte de Alejandro Magno, en el 323 a. C. 40 años después, su amigo y general Ptolomeo I Sóter va narrando su vida a través del film. Primero habla de su infancia y adolescencia marcadas por las continuas peleas de sus progenitores, y de cómo su tutor Aristóteles le enseñaba conceptos tales como el honor, el amor puro, y el mito.